Escrito sobre el Agua
José Ramón Marcuello, El País 15/1/2001
Diez años de calmachicha dan para mucho. Por ejemplo, para barruntarnos que la nueva Ley de Aguas iba a consagrar la inconcebible tropelía de privatizar un bien tan comunal como el aire que respiramos
La 'nueva cultura del agua' se la inventó Azorín en el Plan Nacional de
Obras Hidráulicas A finales de junio del año que ahora comienza se cumplirá
toda una década (diez hermosos años perdidos, diez) desde la firma del
llamado Pacto del Agua, dos baldíos lustros acumulando los polvos que, sin
caer ni una gota, nos han traído este inmenso lodazal del que nadie acierta
a sacar el carro.
Nos la metió por toda la escuadra un vendedor de crecepelo enviado por José
Borrell --antiguo ecónomo de Hacienda recién convertido a la fe del
bricolage fontanero leroymerlín-- llamado Antonio Aragón . Venía --según
fuentes generalmente bien informadas-- escapando del gatillo asesino de ETA
por su triunfante empeño en poner a remojo el Canal de Navarra en la olla
de Itoiz o en rápida circulación la autovía de Leizarán.
Siglos después --como siempre ocurre por estos lares--, nos caímos del
guindo en el que el honorable presidente de la CHE había puesto sus huevos
junto a los de otros pájaros de cuidado como Roldán, Esparza o Urralburu .
Las astutas avecillas fueron oportunamente capturadas y enjauladas, pero
los trinos seductores del tándem Aragón-Borrell habían hecho ya su efecto:
el 30 de junio de 1992, a punto de salir de estampida hacia Salou, los
diputados de todo el arco parlamentario de las Cortes de Aragón ponían su
marca de cantero al pie de la piedra armera que Borrell necesitaba para
montar su megaescalextric hidráulico.
Advertido quedó, a vuelta de correo, que aquello no era otra cosa que una
larga e ingenua carta a los Reyes Magos, un simple catálogo de buenas
intenciones dirigido a don Bienvenido Míster Marshall. Avisado fue a su
tiempo que el mayor y mejor pantano de España --es decir, el Pirineo
aragonés-- y sus grandes piezas de regulación (el Yesa recrecido y el gran
Mequinenza, junto a Mediano y El Grado), eran las auténticas joyas de la
corona de cualquier futuro Plan Hidrológico Nacional, porque en el resto de
los más de 82.000 kilómetros cuadrados de la cuenca hidrográfica del Ebro
no hay más cera que la que arde. Y, entre tanto, el personal, aquí,
convencido de que nos había tocado la primitiva.
Diez años de calmachicha dan para mucho. Por ejemplo, para barruntarnos --y
denunciarlo en tiempo y forma-- que la nueva Ley de Aguas iba a consagrar
la inconcebible tropelía de privatizar un bien tan comunal como el aire que
respiramos. Y que, una vez puesto en almoneda, acabaría en manos de quien
pudiera pagarlo (en euros o en votos) y no de quien más lo necesitara o,
simplemente, del más vecino al recurso. Escrito quedó en su momento que el
sacrilegio hidráulico del Plan Borrell --es decir, la vulneración del
sagrado principio de unidad de cuenca-- acabaría en la hecatombe de la
España interior para complacencia de los dioses que protegen las ubérrimas
tierras urbanizables que baña el Mare Nostrum.
Ciento veinte meses parece tiempo suficiente como para que alguien hubiese
intuído que se avecinaba una guerra fratricida entre la montaña y el llano,
sin culpa mayor --dicho sea de paso-- de una capital regional, Zaragoza,
que sigue bebiendo temerariamente agua del Ebro desde el siglo XVIII. Una
guerra en la que el poderoso loby de los regantes ha arrimado el ascua del
virreinato de Medio Ambiente en Aragón --es decir, la CHE-- a una sardina
con profundo y rancio tufillo patrimonial de toda agua que llueve, circula
o se almacena en la colonia.
Las cabezas mejor amuebladas de algunos cados universitarios y los adalides
del ecologismo más documentado reaccionaron con fuerza e inteligencia, pero
quizás demasiado tarde. La nueva cultura del agua se la inventó en realidad
Azorín en el prólogo al Plan Nacional de Obras Hidráulicas de Indalecio
Prieto y Lorenzo Pardo de 1933. Y el concepto de "desarrollo sostenible" se
acuñó en Escandinavia hace casi 20 tacos.
Se nos ha escapado, en suma, toda una década sin que el foro llamado a
asumir la máxima responsabilidad, las Cortes de Aragón, haya sido capaz de
ir más allá del simple sostenella y no enmendalla . Hizo falta que La
Moncloa redescubriera el filón electoral del PHN de Borrell para que, de
nuevo, afloraran con toda su fuerza las dos grandes contradicciones que
anidaban en el Pacto de 1992: "No al PHN, sí al Pacto del Agua en su
integridad". Y dos: aquí te canto una jota y, en la calle de arriba o en el
pueblo de al lado, la contraria.
¿Quién está en condiciones de asegurar, en estos momentos, que los dos/tres
partidos que gobiernan la DGA piensan lo mismo o albergan las mismas
expectativas al respecto? ¿Son realmente una solución al problema la
temerosa Mesa del Agua o el fontanero Instituto Aragonés del Agua? ¿No será
una auténtica temeridad fiarlo todo al simple paso del tiempo? Demasiadas
preguntas, quizás, para un dubitativo oráculo que acaba apostándolo todo a
la reacción sentimental, esporádica y espasmódica, de "un pueblo de agua en
un seco país" (La Ronda de Boltaña dixit). Cuando una sociedad no es capaz
de leer su presente en gramática política, su mañana está, seguramente,
escrito sobre el agua.
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