JOSÉ ARBONÉS, LA RAZÓN Y LA MEMORIA
MARIANO GISTAÍN
José Arbonés, alcalde de Fayón, está empeñado en que su pueblo recupere algo
de lo que le robaron en 1967. En Aragón ha habido muchos sacrificados en
aras del negocio hidroeléctrico, y Fayón lo perdió todo. Este hombre que ha
conseguido montar una fábrica de bañadores de alta competición y apuntalar
un indicio de esperanza en un pueblo condenado al olvido, intenta ahora, con
unos modales exquisitos y la tenacidad que le da la razón, que se reconozca
el expolio y la amputación que sufrió bajo el franqusimo un pueblo y una
memoria. Las Cortes de Aragón la van dando largas a José Arbonés, pero él no
rebla, sigue insistiendo. Aquel brutal sacrificio hay que recordarlo, y hay
que pagar una restitución. Así describe José Ramón Marcuello la situación:
"Un pueblo desalojado de madrugada a punta de mosquetón y tricornio, bajo la
terrible mentira de que la presa de Mequinenza se estaba viniendo abajo.
Aquella madrugada -17 de noviembre del año 1967-, Fayón tenía 1.800 vecinos,
campos, huertas en el Matarraña, minas de carbón y decenas de laúdes cuyos
patrones vivían del transporte por el Ebro. Hoy, casi cuatro décadas
después, Fayón tiene menos de 500 habitantes, los campos al otro lado del
río -lo que obliga a sus cultivadores a un rodeo de unos 40 kilómetros-, una
huerta sin agua, una memoria documental sepultada en el fondo del pantano de
Ribarroja (tanto el archivo parroquial como el municipal se ahogaron para
siempre aquel fatídico amanecer) y una piscina que, como un insulto a la
institución provincial que la proyectó y financió, pierde casi una cisterna
diaria por una grieta que nadie acierta a reparar." (Trébede, nº 55,
septiembre 2001).
José Arbonés es un empresario curtido en una Barcelona durísima, ha
conseguido un triunfo de antología: montar una industria única en un lugar
remoto, vivir en su pueblo, evitar que cuarenta personas sucumbieran a la
emigración. Ahora ha emprendido otra epopeya, otra lucha desigual por la
dignidad y la memoria: con la misma constancia que utilizó para aprender a
dominar el acordeón, se ha propuesto que las instituciones de Aragón y de
España -acaso las de Europa-, reconozcan el sacrificio y lo reparen. Su
padre fue llauter, y para comprarle aquel acordeón tuvo que hacer un gran
esfuerzo económico. José Arbonés era un niño aquella noche terrible de la
inundación, pero no ha olvidado a los hombres, su padre incluido, que fueron
en una barca a salvar a los santos de la iglesia. Esta pelea no va a ser
fácil, pero José Arbonés tiene la fuerza tranquila de la razón y la memoria.
Y no está solo.